Ella intentó volar
cuando estaba en la
cuna
y, desde muy temprano,
en lugar de jugar con muñecas,
se aplicó a la tarea de reunir
los pedazos
de sus pequeñas alas,
deshojadas mil veces de formas
muy distintas,
pero a cual más atroz.
Por eso tuvo claro
-aunque a veces el túnel
se estrechaba hasta ahogarla-
que jamás dejaría de buscar lo
imposible,
ni rendirse a las normas de la
mediocridad:
descifrar el misterio de la
luz reflejada
en las gotas de agua,
descongelar la risa de unos
labios desiertos,
dibujar el destino con colores
tan claros
que crecieran sin sombra,
escalar a la cima de cualquier
horizonte…
Nunca quiso pararse en la
esquina del mundo,
ni dormirse sin sueño, ni
firmar un contrato,
ni mirar el reloj de las
gentes que llevan
un enorme vacío por detrás de
los ojos;
ni llenar la mochila con la
ropa doblada,
ni fichar a las ocho…
Pero sus vuelos fueron cortos.
Sus alas remendadas no
llegaban muy alto;
luchó con lo insufrible, hasta
que un día se rindió.
Y se quedó varada al borde del
camino,
mirando aquel montón de
cenizas
que antes fueron sus alas.
Soñó con que la muerte viniera
y la llevara
a mundos más lejanos,
en donde la esperanza
le aportara otra luz.
Aún sigue allí sentada
pero, de vez en cuando mueve
sus manos y su empeño,
intentando amasar
otras alas mejores,
para así renacer –igual que un
ave fénix-,
remontarse, y volar.
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